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Carolina Roldán

Carolina Roldán

Mi viaje de transformación: de la oscuridad a la luz

Nací en un hogar amoroso y muy unido en Medellín, Colombia, la mayor de cuatro hermanos. Crecí en una familia marcada por valores tradicionales, en una sociedad donde el camino de la felicidad parecía estar trazado con reglas claras: estudiar, trabajar, casarse, tener hijos. Y aunque durante años intenté encajar en ese molde, la vida me fue llevando por senderos inesperados que me obligaron a replantearlo todo.

Desde niña fui observadora, inquieta, con una empatía natural y una necesidad de comprender el mundo más allá de lo evidente. Pero también fui una niña que, sin darse cuenta, aprendió a vivir en función de las expectativas de los demás.

Los primeros desafíos: el amor y el éxito

A los 14 años, conocí a mi primer amor. Fue una historia intensa, marcada por el drama y la idealización. Él sufrió un accidente que casi le cuesta la vida, y el miedo de perderlo me marcó de una forma que no entendía. Pensé que no podría soportarlo. Pero lo hice. Y aunque la relación no funcionó, ese primer gran dolor dejó en mí una huella profunda: la creencia de que el amor debía doler y que, para merecerlo, había que luchar.

Más adelante, decidí estudiar ingeniería industrial, convencida de que sería el camino hacia la estabilidad y el éxito. Pero la verdad es que lo hice más por cumplir con lo que se esperaba de mí que por escuchar mi voz interior.
La universidad fue un desafío enorme, no solo porque las matemáticas nunca fueron mi fuerte, sino porque, por primera vez, sentí que mi esfuerzo no siempre se traducía en resultados.

A mitad de carrera, soñé con estudiar Bellas Artes, pero el miedo me frenó. No quería fallar. No quería decepcionar. Así que seguí adelante en Ingeniería.

Carolina Roldán

En esos años, viví una relación tormentosa con un compañero de universidad. Fuimos dos niños jugando a ser adultos, dos personas llenas de miedos y vacíos que terminaron hiriéndose mutuamente. Cuando finalmente hablamos de matrimonio, él desapareció. Luego supe que, el mismo día en que se suponía que nos casaríamos, se casó con otra persona.

Me gradué con buen promedio en la carrera que nunca me apasionó del todo y me abrí camino en el mundo corporativo, destacándome en la industria automotriz, un sector tradicionalmente masculino.

Logré posiciones de liderazgo y me especialicé en mercadeo estratégico. Sentía que estaba alcanzando el éxito. Pero en lo profundo, algo no encajaba.
Y entonces, la vida se encargó de romper la ilusión.

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La noche oscura del alma

En poco tiempo, mi mundo se desmoronó.
Tuve un novio y al poco tiempo quedé embarazada inesperadamente. Además, debido al embarazo mi jefe quiso despedirme de mi trabajo, algo completamente ilegal. Pelear por mis derechos fue desgastante, doloroso y frustrante. En ese momento, decidí casarme, aferrándome a la idea de formar una familia estable para mi bebé. Me casé llena de dudas respecto a mi pareja, en un momento de vulnerabilidad infinita.

Perdí mi bebé. Y con esa pérdida, comenzó la espiral. La relación con mi esposo se deterioró rápidamente, hasta volverse insostenible. Hubo maltrato físico y psicológico. Y aunque durante un tiempo intenté resistir, aferrándome a la idea de que podía salvarlo todo, llegó un momento en el que supe que debía salvarme a mí misma.

Me fui. Dejé todo atrás y, buscando sanar, me mudé a Buenos Aires. Argentina fue un respiro, una pausa necesaria. Allí me encontré con una nueva versión de mí misma, con nuevas oportunidades.

Me reencontré con la belleza de las cosas simples, con la alegría de vivir.

Tuve una relación que, aunque me brindó compañía en ese momento, me mostró que aún no había aprendido la lección más importante: no podía seguir intentando salvar a otros sin antes salvarme a mí.

Regresé a Colombia con un objetivo: tenía que encontrarme.

El despertar

Volver a casa fue el inicio de mi verdadero viaje interior. Comencé a cuestionarlo todo, a buscar respuestas en la espiritualidad, en la energía, en la sanación cuántica. Me sumergí en estudios que antes ni siquiera habría considerado, fascinada por la conexión entre la ciencia y la conciencia, entre la física cuántica y el alma humana.

Volví a la industria automotriz por un tiempo, pero ya no era la misma. Esa vida, esos logros que antes me enorgullecían, ya no me llenaban. Sentía que estaba lista para algo más grande, más auténtico. Así que di un salto al vacío y empecé a crear talleres para acompañar a otras personas en su proceso de sanación.

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Y justo cuando pensaba que el universo me estaba guiando con suavidad, la vida volvió a sacudirme.
Conocí a un hombre en medio de su propio duelo. Había perdido a su madre, y en muy poco tiempo nos convertimos en compañeros de alma. Fue una relación serena, íntima, donde ambos encontramos refugio. Pero su dolor era más grande de lo que yo podía sostener.

A los pocos meses de estar juntos, puso fin a su vida.

Renacer del dolor

Ese momento lo cambió todo.
El dolor fue tan inmenso que, de alguna manera, le perdí el miedo al dolor.
Y en esa entrega absoluta al sufrimiento, me encontré.
Comprendí que había sobrevivido a lo insoportable. Y que, si había logrado atravesar cada herida, cada pérdida, cada caída, era porque mi camino no terminaba ahí. Había algo más para mí.
Decidí formarme en psicología transpersonal para comprender, para darle un sentido a todo lo vivido y para convertirme en la guía que yo misma hubiera necesitado en mis momentos más oscuros.

Y fue ahí, en medio de todo, donde finalmente entendí que la felicidad no es un destino, sino un proceso. Un proceso de soltar las expectativas ajenas De dejar de intentar encajar en moldes que no nos pertenecen.

De abrazar nuestra historia, incluso las partes más dolorosas.

De reconocernos completos, valiosos, suficientes.

El presente: un camino de expansión

Hoy sigo aprendiendo, creciendo, conociéndome a través de cada experiencia, de cada persona que llega a mi vida.
Estoy en una relación de pareja sana, donde el amor no es un refugio contra la soledad, sino un espacio de expansión y aprendizaje.

Y, sobre todo, me permito disfrutar la vida, con sus luces y sombras, con la certeza de que cada paso—por más difícil que haya sido—me ha traído exactamente hasta aquí.

Hoy sé con claridad que mi propósito es compartir mis dones y acompañar a quienes buscan su propia transformación.

Porque la felicidad no es otra cosa que el reencuentro con nuestra esencia.
Y mi misión es ayudar a otros a encontrar el camino de regreso a sí mismos, tal como yo lo hice.

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